Son las 5:30 am, abro los ojos con pesadez y de pronto no sé qué tengo que hacer hoy. Esto pertenece a la rutina biológica de mi conciencia, que me desorienta cada día por mis múltiples ocupaciones, la cual con ferviente anhelo las disfruto con mórbido gozo para no fenecer.
Sin embargo, quiero ir a mi casa. Fueron años de felicidad entre el sabor a malta y olor a chicle de fresa, que aún estremece mi caja de recuerdos. ¡Alce arriba! ¡Rapidito! ¡Ponte el uniforme! ¡Mijita, tas lenta! ¡Come rapidito que estás mamando! Aura y Olbin (mamá y papá), acopladamente se turnaban para pronunciar las frases, una a la vez y con diferente entonación, todo en el tiempo calculado.
No podía ser de otro modo para coordinar la escolaridad de cinco niñas. Que placer cuando todas salíamos en el tiempo estipulado, no sentía presión, era simplemente fluir entre las normas de casa. Todas bajábamos corriendo esas escaleras de un solo tiro desde un tercer piso, hasta llegar al transporte del Sr. Víctor, impregnados desde la mañana de ese aroma inconfundible a goma de borrar que se confunde con la viruta de lápiz recién cortado, a sobras de pan viejo guardado en el bulto, olor particular que me llevan a momentos de juego y querella virginal.
En ese entonces creía que no pasaba nada, pero pasaba de todo. En mi caja de recuerdos no faltan los martes y jueves con el olor a cera de vela por los ensayos en la iglesia y el jadeo por el cansancio al subir los 167 escalones para llegar, los cuales subía de dos en dos para pensar que eran menos peldaños. Por un momento pensé que sentía amor celestial por el organista, lo veía como un ángel, pero después descubrí que el moguillo era real y olvidé a ese amor platónico. El intento de canto gregoriano duró 6 meses, creo que el motivo fueron los evidentes desbordes hormonales que reveló mi hermana menor. En este mismo orden de inspiración artística, aspiré tocar el cuatro, instrumento de cuatro cuerdas, que así descubrí bellas tonadas que nunca toqué muy bien, pero disfruté al máximo.
Cada intento de aprender una nota me dejaba la letra en la mente antes de dormir, repetía y repetía constantemente cada letra, cual perfecto loro. Charrasquear es lo que mejor describe lo que hacía, acompañado de las lesiones que dejaba en mi dedo anular derecho, en el borde de la uña. Me colocaba un curita cada clase, la cual salía desprendida de un tris en el primer traqueteo. Quedó en mis gratos recuerdos las bellas canciones venezolanas: Barlovento de Eduardo Serrano, Nació el Redentor de Ricardo Pérez, Río Manzanares de José Antonio López; estas fueron las que con afán disfruté a plenitud. Así transcurría la semana, entre la rutina, los intentos musicales y la fulana tarea (algunas hacía y otras no).
Este mar de sensaciones que llenan los espacios de mi mente, gobiernan poco a poco mis pasos y caminos en la actualidad. Recuerdos vívidos, colmados de pureza y grandiosidad irrepetible que hasta este momento he logrado descubrir.
Es viernes ¡Qué bien!, fin de semana en la casa de playa en Mamo, con ranitas y sapitos. Debajo de la escalera en la entrada principal, había un recoveco oscuro y mohoso, donde el agua se estancaba, tanto de lluvia como la que quedaba estancada por la obsesión de mi mamá por lavar la platabanda para eliminar las hojas, bichos y polvo. Era lindísimo ver como allí se agrupaban las ranitas y sapitos de colores brillantes, diferentes tamaños, de ojos grandes y pequeños, estos hacían brincos inesperados, era toda una sorpresa que invitaban a la imaginación.
Era el gran secreto con mi prima Dulce, le decía que ella era más fea que los sapos, pero que si jugaba con ellos la haría una mujer muy bonita, así la convencí para que jugara y no tuviese miedo. El juego consistía en construirle, o mejor, ambientarles la casa a esos animalitos; le colocábamos camitas con piedras planas, cortinas con las hojas de la mata de malanga que protegía mamá a toda costa, migas de pan para el almuerzo, trozos de frutas, cola Dumbo, chocolate para el postre.
Lo mejor fue colocarle a un sapo un hilo alrededor de su grueso cuello para intentar pasearlo, hasta que se escapó con el hilo arrastrando y con un palito al otro extremo, el cual pretendíamos dejar como paseador ¡pobre bicho! En ese momento y en muchos de mi infancia no pensaba en nada, era pura emoción y vivencia, el tiempo no existía. Estaba en mi casa, saboreando los placeres desde mi propia existencia.
Son las 5:30 am, abro los ojos con pesadez y de pronto no sé qué tengo que hacer hoy.
Ya se levantaron mis hijos que, con la ayuda de la alarma, de la tecnología es posible que también le laven los dientes y le calculen en el camino la tarea que no hicieron la noche anterior. Inicio la rutina de aseo personal, quizás sentida como un escarmiento por la rapidez con la que tengo que hacerla; el baño, buscar rápidamente que vestir; secado de cabello, el maquillaje, de ser posible en casa y no en el carro, luchar con la cartera si no la cambié la noche por la cantidad de papeles acumulados de días anteriores y si queda tiempo, tomar el cafecito.
Enciendo el carro, abro el portón del garaje, inmediatamente acoplo retroceso y espero un alma consciente que dé paso para que pueda salir de mi casa. Suelto poco a poco el freno, asomo el carro con cautela, me atrevo a decir que, con timidez, más que con precaución. Y lo mismo, no dan paso; unos insultan, otros aceleran, frenan de golpe sobre los carros, esto es de lunes a viernes. Y no está el Sr. Víctor con su transporte impregnado de olores y rostros que invitaban a la ilusión. Entro en la jungla de latas que circulan en la autopista y no voy, me llevan con ese infame sabor amargo.
El discurso cambió ¡Mijita vas muy rápido! Ahora hay que decir ¡Ve más lento! ¡Come lento que estas tragando! ¡Espera, aquí estoy!
Insisto, me quiero ir a casa.
Francis Bell